Mi esposa y yo les deseamos ¡¡¡Feliz Pascua de Resurrección!!!
¡¡¡Aleluya, Aleluya!!!
Regina caeli, laetare, alleluia. Quia quem meruisti portare, alleluia. Resurrexit, sicut dixit, alleluia. Ora pro nobis Deum, alleluia. Gaude et laetare Virgo María, alleluia. Quia surrexit Dominus vere, alleluia.
El Domingo de Ramos es el gran pórtico que nos lleva a la Semana Santa,
la semana en la que el Señor Jesús se dirige hacia la culminación de su
vida terrena. Él va a Jerusalén para cumplir las Escrituras y para ser
colgado en la cruz, el trono desde el cual reinará por los siglos,
atrayendo a sí a la humanidad de todos los tiempos y ofrecer a todos el
don de la redención. Sabemos por los evangelios que Jesús se había
encaminado hacia Jerusalén con los doce, y que poco a poco se había ido
sumando a ellos una multitud creciente de peregrinos. San Marcos nos dice que ya al salir de Jericó había una «gran muchedumbre» que seguía a Jesús (cf. 10,46).
En
la última parte del trayecto se produce un acontecimiento particular,
que aumenta la expectativa sobre lo que está por suceder y hace que la
atención se centre todavía más en Jesús. A lo largo del camino, al salir
de Jericó, está sentado un mendigo ciego, llamado Bartimeo. Apenas oye
decir que Jesús de Nazaret está llegando, comienza a gritar: «¡Hijo de
David, Jesús, ten compasión de mí» (Mc 10,47). Tratan de acallarlo, pero
en vano, hasta que Jesús lo manda llamar y le invita a acercarse. «¿Qué
quieres que te haga?», le pregunta. Y él contesta: «Rabbuní, que vea»
(v. 51). Jesús le dice: «Anda, tu fe te ha salvado». Bartimeo recobró la
vista y se puso a seguir a Jesús en el camino (cf. v. 52). Y he aquí
que, tras este signo prodigioso, acompañado por aquella invocación:
«Hijo de David», un estremecimiento de esperanza atraviesa la multitud,
suscitando en muchos una pregunta: ¿Este Jesús que marchaba delante de
ellos a Jerusalén, no sería quizás el Mesías, el nuevo David? Y, con su
ya inminente entrada en la ciudad santa, ¿no habría llegado tal vez el
momento en el que Dios restauraría finalmente el reino de David?
Grabado de Hans Collaert
También
la preparación del ingreso de Jesús con sus discípulos contribuye a aumentar esta esperanza. Como hemos escuchado en el Evangelio de hoy
(cf. Mc 11,1-10), Jesús llegó a Jerusalén desde Betfagé y el monte de
los Olivos, es decir, la vía por la que había de venir el Mesías. Desde
allí, envía por delante a dos discípulos, mandándoles que le trajeran un
pollino de asna que encontrarían a lo largo del camino. Encuentran
efectivamente el pollino, lo desatan y lo llevan a Jesús. A este punto,
el ánimo de los discípulos y los otros peregrinos se deja ganar por el
entusiasmo: toman sus mantos y los echan encima del pollino; otros
alfombran con ellos el camino de Jesús a medida que avanza a grupas del
asno. Después cortan ramas de los árboles y comienzan a gritar las
palabras del Salmo 118, las antiguas palabras de bendición de los
peregrinos que, en este contexto, se convierten en una proclamación
mesiánica: «¡Hosanna!, bendito el que viene en el nombre del Señor.
¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las
alturas!» (vv. 9-10). Esta alegría festiva, transmitida por los cuatro
evangelistas, es un grito de bendición, un himno de júbilo: expresa la
convicción unánime de que, en Jesús, Dios ha visitado su pueblo y ha
llegado por fin el Mesías deseado. Y todo el mundo está allí, con
creciente expectación por lo que Cristo hará una vez que entre en su
ciudad.
Pero,
¿cuál es el contenido, la resonancia más profunda de este grito de
júbilo?
La respuesta está en toda la Escritura, que nos recuerda cómo el
Mesías lleva a cumplimiento la promesa de la bendición de Dios, la
promesa originaria que Dios había hecho a Abraham, el padre de todos los
creyentes: «Haré de ti una gran nación, te bendeciré… y en ti serán
benditas todas las familias de la tierra» (Gn 12,2-3). Es la promesa que
Israel siempre había tenido presente en la oración, especialmente en la
oración de los Salmos. Por eso, el que es aclamado por la muchedumbre
como bendito es al mismo tiempo aquel en el cual será bendecida toda la
humanidad. Así, a la luz de Cristo, la humanidad se reconoce
profundamente unida y cubierta por el manto de la bendición divina, una
bendición que todo lo penetra, todo lo sostiene, lo redime, lo
santifica.
Podemos
descubrir aquí un primer gran mensaje que nos trae la festividad de
hoy: la invitación a mirar de manera justa a la humanidad entera, a
cuantos conforman el mundo, a sus diversas culturas y civilizaciones. La
mirada que el creyente recibe de Cristo es una mirada de bendición: una
mirada sabia y amorosa, capaz de acoger la belleza del mundo y de
compartir su fragilidad. En esta mirada se transparenta la mirada misma
de Dios sobre los hombres que él ama y sobre la creación, obra de sus
manos. En el Libro de la Sabiduría, leemos: «Te compadeces de todos,
porque todo lo puedes, cierras los ojos a los pecados de los hombres,
para que se arrepientan. Amas a todos los seres y no aborreces nada de
lo que hiciste;… Tú eres indulgente con todas las cosas, porque son
tuyas, Señor, amigo de la vida» (Sb 11,23-24.26).
Grabado al acero de 1857
Volvamos
al texto del Evangelio de hoy y preguntémonos: ¿Qué late realmente en
el corazón de los que aclaman a Cristo como Rey de Israel? Ciertamente
tenían su idea del Mesías, una idea de cómo debía actuar el Rey
prometido por los profetas y esperado por tanto tiempo. No es de
extrañar que, pocos días después, la muchedumbre de Jerusalén, en vez de
aclamar a Jesús, gritaran a Pilato: «¡Crucifícalo!». Y que los mismos
discípulos, como también otros que le habían visto y oído, permanecieran
mudos y desconcertados. Este es precisamente el núcleo de la fiesta de
hoy también para nosotros. ¿Quién es para nosotros Jesús de Nazaret?
¿Qué idea tenemos del Mesías, qué idea tenemos de Dios? Esta es una
cuestión crucial que no podemos eludir, sobre todo en esta semana en la
que estamos llamados a seguir a nuestro Rey, que elige como trono la
cruz; estamos llamados a seguir a un Mesías que no nos asegura una
felicidad terrena fácil, sino la felicidad del cielo, la eterna
bienaventuranza de Dios. Ahora, hemos de preguntarnos: ¿Cuáles son
nuestras verdaderas expectativas? ¿Cuáles son los deseos más profundos
que nos han traído hoy aquí para celebrar el Domingo de Ramos e iniciar
la Semana Santa?
Queridos
jóvenes que os habéis reunido aquí. Esta es de modo particular vuestra
Jornada en todo lugar del mundo donde la Iglesia está presente. Por eso
os saludo con gran afecto. Que el Domingo de Ramos sea para vosotros el
día de la decisión, la decisión de acoger al Señor y de seguirlo hasta
el final, la decisión de hacer de su Pascua de muerte y resurrección el
sentido mismo de vuestra vida de cristianos. Como he querido recordar en
el Mensaje a los jóvenes para esta Jornada – «alegraos siempre en el
Señor» (Flp 4,4) –, esta es la decisión que conduce a la verdadera
alegría, como sucedió con santa Clara de Asís que, hace ochocientos
años, fascinada por el ejemplo de san Francisco y de sus primeros
compañeros, dejó la casa paterna precisamente el Domingo de Ramos para
consagrarse totalmente al Señor: tenía 18 años, y tuvo el valor de la fe
y del amor de optar por Cristo, encontrando en él la alegría y la paz.
Queridos
hermanos y hermanas, que reinen particularmente en este día dos
sentimientos: la alabanza, como hicieron aquellos que acogieron a Jesús
en Jerusalén con su «hosanna»; y el agradecimiento, porque en esta
Semana Santa el Señor Jesús renovará el don más grande que se puede
imaginar, nos entregará su vida, su cuerpo y su sangre, su amor. Pero a
un don tan grande debemos corresponder de modo adecuado, o sea, con el
don de nosotros mismos, de nuestro tiempo, de nuestra oración, de
nuestro estar en comunión profunda de amor con Cristo que sufre, muere y
resucita por nosotros. Los antiguos Padres de la Iglesia han visto un
símbolo de todo esto en el gesto de la gente que seguía a Jesús en su
ingreso a Jerusalén, el gesto de tender los mantos delante del Señor.
Ante Cristo – decían los Padres –, debemos deponer nuestra vida, nuestra
persona, en actitud de gratitud y adoración. En conclusión, escuchemos
de nuevo la voz de uno de estos antiguos Padres, la de san Andrés,
obispo de Creta: «Así es como nosotros deberíamos prosternarnos a los
pies de Cristo, no poniendo bajo sus pies nuestras túnicas o unas ramas
inertes, que muy pronto perderían su verdor, su fruto y su aspecto
agradable, sino revistiéndonos de su gracia, es decir, de él mismo...
Así debemos ponernos a sus pies como si fuéramos unas túnicas...
Ofrezcamos ahora al vencedor de la muerte no ya ramas de palma, sino
trofeos de victoria. Repitamos cada día aquella sagrada exclamación que
los niños cantaban, mientras agitamos los ramos espirituales del alma:
“Bendito el que viene, como rey, en nombre del Señor”» (PG 97, 994).
Amén.